Con el fin de evitar un error en nuestra comprensión del amor de Dios que pueda resultar perjudicial, tenemos que seguir avanzando y demostrar que en el Hijo de Dios habita la plenitud de la deidad.
Cualquier persona podría estar de acuerdo con la afirmación de que Dios se deleita en su Hijo y no obstante cometer, luego, el error de creer que el Hijo es sólo un hombre extraordinariamente santo a quien el Padre adoptó porque se complacía mucho en él. La iglesia desde épocas tempranas ha sabido distinguir la verdadera fe bíblica de las otras formas de enseñanzas derivadas del “adopcionismo”, como sucedió en el siglo II.
Colosenses 2.9 nos provee otro ángulo desde donde mirar la cosa: «Toda la plenitud de la divinidad habita en forma corporal en Cristo». El Hijo de Dios no es meramente un hombre fiel y santo. Él tiene la plenitud de la deidad. Dios no buscó un hombre santo que pudiera convertirse en un ser divino, si se lo dotaba de deidad. Más bien, «el Verbo se hizo hombre» mediante el acto de la encarnación (Juan 1.14). Dios busco una mujer fiel y humilde, y a través del nacimiento virginal, unió la plenitud de su deidad con un niño que él mismo engendró. «-¿Cómo podrá suceder esto -le preguntó María al ángel-, puesto que soy virgen? -El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Así que al santo niño que va a nacer lo llamarán Hijo de Dios» (Lucas 1.34-5).
Dios no tomó a un hombre y lo convirtió en deidad. Él cubrió a la plenitud de la deidad con la naturaleza humana nacida de una virgen; es Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios, el Dios hecho Hombre, en quien «toda la plenitud de la deidad habita en forma corporal». Por eso los amigos y los enemigos de Jesús quedaban una y otra vez atónitos ante lo que él hacía y decía. Caminaba por las calles; parecía ser como cualquier otro, pero de repente se daba vuelta y decía algo como: «Antes que Abraham fuese, yo soy». O, «Si me han visto, han visto al Padre». O, como señaló con toda tranquilidad luego de ser acusado de blasfemia: «El Hijo del Hombre tiene autoridad en la tierra para perdonar pecados». A los muertos podía simplemente decirles: «Ven», o «Levántate». Y obedecían. A las tormentas que se producían en el mar les ordenaba: «Calla». Y a un trozo de pan le mandaba: «Multiplícate». Y todo era hecho al instante.
En respuesta a la pregunta del sumo sacerdote «¿Eres el Cristo, el Hijo de Dios?», respondió: «Tú lo has dicho... De ahora en adelante verán ustedes al Hijo del hombre sentado a la derecha del Todopoderoso, y viniendo en las nubes del cielo». Ningún hombre jamás había hablado así. Ningún hombre jamás había vivido y amado como lo hizo Jesús. Porque en este hombre, Dios mismo había hecho habitar corporalmente toda la plenitud de la deidad. Y Dios hizo esto con todo su corazón. Fue su deleite hacer que el Verbo se encarnara.
En una versión inglesa de Colosenses 1.19 dice: «En él toda la plenitud (de la deidad) se deleitó en habitar». Esta traducción parece decir que «la plenitud» se deleitaba. Esto es una declaración improbable, ya que las personas son las que suelen deleitarse y no las cosas abstractas como «la plenitud». La NVI se aproxima más al sentido cuando lo parafrasea de esta forma: «Porque a Dios le agradó habitar en él con toda su plenitud»." En otras palabras, era el deleite de Dios hacer esto.
Hemos visto que Dios amó a su Hijo desde antes de la fundación del mundo (Juan 17.24), y que asimismo lo amó en su estado de encarnación (Juan 10.17). Ahora vemos que cuando Dios el Padre y Dios el Hijo se comprometieron a unir la deidad y la humanidad en la persona de Jesús, el Padre se regocijó en eso. Se deleitó en la disposición que mostró el Hijo de redimir al mundo. Como resultado dice: «Agradó a Dios que en él habitase toda plenitud».
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