El Hijo, amado por brillar como el sol.
Adaptación de J. Piper
El deleite de Dios en primer lugar es un deleite en su Hijo. La Biblia nos lo revela al mostrar el rostro de Jesús brillando como el sol.
En Mateo 17 vemos que Jesús toma a Pedro, a Jacobo y a Juan y los lleva a un monte alto. Algo totalmente asombroso sucede cuando ellos están solos con él. De repente, Dios descorre la cortina de la encarnación y deja brillar la regia gloria del Hijo de Dios. «Su rostro resplandeció como el sol, y su ropa se volvió blanca como la luz» (v. 2). Pedro y sus compañeros quedan maravillados. Estando cerca de su muerte, Pedro escribe contando que él ha visto la majestuosa gloria en el monte santo, y que ha oído una voz del cielo decir: «Este es mi Hijo amado; estoy muy complacido con él. ¡Escúchenlo!». 2 Pedro 1:17; Mateo 17:5.
Cuando Dios declara abiertamente que él ama al Hijo y se deleita en él, provee una demostración visual de la inimaginable gloria del Hijo. Su rostro brilla como el sol. Su vestido se vuelve blanco como la luz, y los discípulos se postran sobre su rostro. Mateo 17:6.
El punto no es sólo que los hombres deban sentirse intimidados ante tanta gloria, sino que Dios mismo se deleita de manera plena ante el resplandor de su Hijo. Lo revela como una luz que enceguece y luego dice: «¡Éste es mi deleite!».
Recuerdo bien una imagen que hizo que cobrara realidad en mi vida el resplandor del Hijo de Dios. A principios de 1991, nuestro personal se fue de retiro espiritual durante dos días para orar y planificar. El lugar de retiro era una antigua mansión que había sido remodelada por las hermanas Maryhill y convertida en un alojamiento sencillo destinado a personas que quisieran buscar a Dios. Al segundo día me levanté, tomé la Biblia y me dirigí hacia el jardín del frente donde había un rincón con ventanales de cristal que miraba al este, hacia una pendiente que descendía hasta el río Mississippi. Había luz, aunque el sol todavía no había salido.
Esa mañana me correspondía leer el Salmo 3. Leí: «Tú eres mi gloria; ¡tú mantienes en alto mi cabeza!». Y mientras meditaba en esto, un minúsculo punto rojo, el sol, comenzó a asomar en el horizonte, justo delante de mí. Me sorprendió; no me había percatado de que estaba mirando al este. Por un momento observé cómo ese minúsculo punto se convertía en una uña de fuego. Seguí leyendo: «¡Levántate, Señor!». Y levanté mi vista para ver esa bola roja de fuego ardiendo sobre el río. Al instante siguiente ya no se podía mirar al sol sin quedar ciego. Cuanto más alto se elevaba, más brillaba.
Pensé en la visión de Cristo que tuvo Juan en Apocalipsis 1:16: «Su rostro era como el sol cuando brilla en todo su esplendor». Esa mañana, lo que pude vislumbrar quizás haya durado cinco minutos antes de que la fuerza con la que el sol brillaba al despuntar me hiciera girar la cabeza.
¿Quién puede mirar al sol cuando brilla en todo su esplendor?
Dios puede. El rostro del Hijo resplandece para el deleite de su Padre. «Éste es mi Hijo a quien amo. Él es mi deleite. Ustedes necesitan postrarse sobre su rostro y alejarse. Sin embargo yo puedo contemplar a mi Hijo en su esplendor día a día, con un amor y un gozo que no se desvanecen.»
Pensé para mí mismo que con seguridad ésta es una de las cosas que trata de decirnos Juan 17:26; que un día podré deleitarme en el Hijo de la forma en que el Padre lo hace.
"Yo les he dado a conocer tu nombre, y lo daré a conocer, para que el amor con que me amaste esté en ellos y yo en ellos".
Mi frágil vista podrá ver la gloria del Hijo brillando en todo su esplendor como lo hace el Padre. El deleite que Dios tiene en su Hijo será mi deleite y no me consumirá sino que quedaré eternamente cautivado!!!
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