Con el fin de evitar un error en nuestra comprensión del amor de Dios que pueda resultar perjudicial, tenemos que seguir avanzando y demostrar que en el Hijo de Dios habita la plenitud de la deidad.
Cualquier persona podría estar de acuerdo con la afirmación de que Dios se deleita en su Hijo y no obstante cometer, luego, el error de creer que el Hijo es sólo un hombre extraordinariamente santo a quien el Padre adoptó porque se complacía mucho en él. La iglesia desde épocas tempranas ha sabido distinguir la verdadera fe bíblica de las otras formas de enseñanzas derivadas del “adopcionismo”, como sucedió en el siglo II.
Colosenses 2.9 nos provee otro ángulo desde donde mirar la cosa: «Toda la plenitud de la divinidad habita en forma corporal en Cristo». El Hijo de Dios no es meramente un hombre fiel y santo. Él tiene la plenitud de la deidad. Dios no buscó un hombre santo que pudiera convertirse en un ser divino, si se lo dotaba de deidad. Más bien, «el Verbo se hizo hombre» mediante el acto de la encarnación (Juan 1.14). Dios busco una mujer fiel y humilde, y a través del nacimiento virginal, unió la plenitud de su deidad con un niño que él mismo engendró. «-¿Cómo podrá suceder esto -le preguntó María al ángel-, puesto que soy virgen? -El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Así que al santo niño que va a nacer lo llamarán Hijo de Dios» (Lucas 1.34-5).